La pintura de Julián Burgos está recorrida por diferentes flujos de energía ligados tanto al cuerpo, el del pintor y el del sujeto representado, como a la materia pictórica. Como numerosos artistas de su generación utiliza motores de búsqueda para hacer surgir imágenes sorprendentes, anónimas, comunes, alejadas, pasadas, presentes. Las toma para constituir series temáticas que, en un principio, pueden parecer contradictorias: fotogramas, capturas de pantalla de películas porno, fotografías de familia, imágenes deportivas, retratos individuales, paisajes domésticos, reproducciones de pinturas antiguas. El artista selecciona las imágenes y las transpone al lienzo.
La transposición no es fiel, opta por alternativas cromáticas radicales (negro y blanco, azul, acentos luminosos o sombras) y por una gestualidad plural que confiere a los sujetos una aura que es simultáneamente fotográfica, expresionista, hasta surrealista podría decirse. Independientemente del tema de las fotografías elegidas, el artista concentra su reflexión en el cuerpo, en la puesta en escena, en la manera como aparece en el espacio de la pintura, en sus movimientos y en su carnación. Procede así a una genealogía de la imagen trabajando diferentes niveles. En segundo plano, la imagen original adquiere una nueva apariencia, es pintada rápidamente, algunos detalles se hacen visibles. Poco a poco, añadiendo sucesivamente gestos, Julián Burgos nos permite captar la materialidad de la imagen. En primer plano aparecen gruesas pinceladas, signos, formas geométricas. De la imagen original convertida en algo irreconocible y fantasmático, hace surgir lo real del taller: un espacio cotidiano consagrado a la experimentación. En consecuencia nada es sistemático, su pintura es movimiento constante. Nada es fijo mientras los lienzos no salgan del taller. Julián Burgos interviene incesantemente sus composiciones añadiendo materia y nuevos gestos.
Extracto del texto de Julie Crenn, Mutatismutandis