
Una línea no siempre se dibuja: a veces emerge en el borde de un color, en la grieta de un muro, en la franja gastada de una ciudad. Es allí, en lo casi invisible, donde el ojo inventa horizontes y descubre que en lo mínimo se abre una riqueza inagotable. En ese espacio intermedio se despliega la obra de Ramón Laserna.
La horizontalidad en Laserna se mueve y se transforma. Sus fotografías de zócalos urbanos y panorámicas de paisajes convierten lo cotidiano en franjas que se repiten y se desgastan, revelando la geometría latente en el entorno. En esos zócalos, el encuentro de dos colores erosionados produce la ilusión de una línea, una frontera cromática que en realidad no existe como trazo físico. Allí se activa un fenómeno perceptual: la línea no está dibujada, la genera nuestra mirada en el límite entre dos tonos. Así, el color se convierte en línea, y la línea en signo de un paisaje urbano transformado por la percepción.
La fotografía y el dibujo se entrelazan en su práctica. La cámara reemplaza el gesto manual, busca en la ciudad lo que la mano no podía trazar; y el dibujo, a su vez, retoma la precisión mecánica para devolverle fragilidad, error, vibración. Ambas dimensiones se entrelazan: lo urbano y lo geométrico se pliegan en un mismo territorio de líneas que se repiten, se rompen y se transforman.
Sus dibujos lineales, precisos pero atravesados por variaciones manuales, producen vibraciones ópticas que hacen que la mirada oscile, que nunca repose del todo. En sus estructuras móviles de madera, la horizontalidad se activa: las piezas se desplazan, rompen la cuadrícula y generan nuevas coincidencias de líneas que transforman la percepción. Ese movimiento —a veces físico, a veces puramente óptico— convierte al espectador en parte de la obra. La visión ya no es pasiva: requiere desplazarse, acercarse y alejarse, ensayar ángulos, reconocer que la imagen nunca es fija.
El color aparece como ilusión más que como superficie estable. En proyectos como Colores Morse, Laserna traduce literalmente los nombres de los colores en formas geométricas básicas —puntos, líneas, rectángulos—, generando un código visual donde el lenguaje se convierte en geometría y la geometría en vibración. Allí, la horizontalidad también se hace presente como secuencia, como franja de signos que organiza el plano y lo transforma en paisaje óptico.
En la obra de Laserna resuenan ecos de quienes buscaron en la geometría un lenguaje esencial. De Mondrian y van Doesburg hereda la aspiración a reducir el mundo a sus estructuras primarias —línea, color, plano—, pero su mirada introduce una fisura en ese orden. En lugar de perseguir la pureza o la exactitud, se detiene en lo que vibra, en el temblor del trazo, en la huella del desgaste. Allí donde la tradición de la abstracción geométrica anhelaba equilibrio, Laserna prefiere la oscilación: el movimiento que nace de la mirada y que hace que la imagen nunca sea una sola. Sus obras no buscan fijar una verdad formal, sino mantenerla en suspensión, abierta a la participación de quien las observa.
La horizontalidad, entonces, no es solo un recurso compositivo: es un campo de experiencia. Es el horizonte urbano y natural condensado en franjas de color; es la retícula que se ordena y se desordena; es el gesto de poner al espectador frente a una línea que parece simple pero que se multiplica en vibraciones y desplazamientos. Laserna convierte lo mínimo en inestable, lo estable en vibrante, y lo cotidiano en un espacio de contemplación perceptiva. Su obra no busca respuestas, sino mantener abierto el espacio entre dos: entre lo visto y lo imaginado, entre el trazo y la ilusión, entre lo que la ciudad ofrece y lo que el ojo reinventa.
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